La reaparición de la poliomielitis en Angola refuerza la idea de que el mundo, metafóricamente, va para atrás.
En los últimos años sólo uno de cada 4 niños que deberían hacerlo recibió su vacuna oral contra la polio en ese país. Por eso ahora tienen un violento brote que amenaza con extenderse local y regionalmente. No es descartable tampoco la llegada de casos esporádicos a Europa, sobre todo a Portugal, su antigua metrópoli.
La polio es una terrible enfermedad, aunque solo uno de cada 100 infectados desarrolle parálisis, y antes de la introducción de la vacuna, miles de niños norteamericanos y españoles, por poner dos ejemplos, sufrían cada año sus consecuencias desastrosas e incapacitantes.
La prevención es en apariencia sumamente sencilla: 5 dosis en la infancia o 3 en la vida adulta de la más barata de todas las vacunas. Pero llevar dicha vacuna a cada niño en países sin infraestructuras, en guerra o postguerra, o bien vencer la ignorancia y el rechazo que en algunas comunidades constituyen las vacunas, ese es el gran reto, ante el que parece que la Humanidad va perdiendo. Esperemos que no por goleada.
martes, 20 de julio de 2010
martes, 13 de julio de 2010
Privilegio
Uno de los mayores privilegios de la profesión médica, uno de los que más refuerza nuestro sentido profesional y humanístico, es la posibilidad de diagnosticar la enfermedad del paciente en la propia consulta o a la cabecera del enfermo.
Una serie de preguntas sobre lo que le sucede al paciente y desde cuando junto con un interrogatorio más estructurado por órganos y aparatos, más una exploración física elemental en busca de signos clínicos, permiten diagnosticar la mayoría de las enfermedades. El papel de las pruebas analíticas y radiológicas seria complementario, para confirmar o refutar las intuiciones del médico.
Mi maestro Pedro Zarco fue un grande de la semiología, es decir del arte clínico, de la parte de la medicina dedicada a diagnosticar por los signos clínicos. Incluso descubrió alguno de ellos, como el latido de la aurícula izquierda, palpable y visible en determinados pacientes. Cuando gracias a él aprendí a diagnosticar la insuficiencia cardíaca por la simple inspección de las venas del cuello, comprendí que ser médico era la conjunción más perfecta de arte y ciencia. Quizá fue ese momento el punto más feliz y memorable de mi formación.
Hoy a penas nadie presta atención a los signos clínicos y cada vez menos a los síntomas. Las pruebas, antes llamadas complementarias, se han convertido en defensivas (háganse para evitar denuncias) o previas (háganlas para ver lo que tiene el paciente) o certificatorias (háganse como si se tratase de un juicio y hubiese que condenar o exculpar a alguien). También, con frecuencia se hacen para estudios de investigación, en general mal diseñados, ajenos a la práctica clínica pero soportados económicamente por ella.
El abuso en las pruebas complementarias y el abandono de la exploración clínica constituyen una pérdida irreparable para la profesión médica, además de contribuir a la insostenibilidad del sistema por el incremento continuado de los costes.
Una serie de preguntas sobre lo que le sucede al paciente y desde cuando junto con un interrogatorio más estructurado por órganos y aparatos, más una exploración física elemental en busca de signos clínicos, permiten diagnosticar la mayoría de las enfermedades. El papel de las pruebas analíticas y radiológicas seria complementario, para confirmar o refutar las intuiciones del médico.
Mi maestro Pedro Zarco fue un grande de la semiología, es decir del arte clínico, de la parte de la medicina dedicada a diagnosticar por los signos clínicos. Incluso descubrió alguno de ellos, como el latido de la aurícula izquierda, palpable y visible en determinados pacientes. Cuando gracias a él aprendí a diagnosticar la insuficiencia cardíaca por la simple inspección de las venas del cuello, comprendí que ser médico era la conjunción más perfecta de arte y ciencia. Quizá fue ese momento el punto más feliz y memorable de mi formación.
Hoy a penas nadie presta atención a los signos clínicos y cada vez menos a los síntomas. Las pruebas, antes llamadas complementarias, se han convertido en defensivas (háganse para evitar denuncias) o previas (háganlas para ver lo que tiene el paciente) o certificatorias (háganse como si se tratase de un juicio y hubiese que condenar o exculpar a alguien). También, con frecuencia se hacen para estudios de investigación, en general mal diseñados, ajenos a la práctica clínica pero soportados económicamente por ella.
El abuso en las pruebas complementarias y el abandono de la exploración clínica constituyen una pérdida irreparable para la profesión médica, además de contribuir a la insostenibilidad del sistema por el incremento continuado de los costes.
jueves, 8 de julio de 2010
La sal de la vida
Desde la sal rosa del Himalaya a la sal azul de Irán o la sal gema de Argentina, viajando en caravanas de camellos por el Sáhara, o en barcos graneleros, el comercio de la sal ha sido históricamente uno de los motores de la economía mundial.
Su consumo moderado previene la deshidratación y es necesario para la vida humana, aunque de su exceso deriva en la vida adulta una buena proporción de los casos de hipertensión. Conserva alimentos en ausencia de refrigeración y es el principal potenciador del sabor en nuestra cultura, que hace sabroso lo anodino y contribuye a dar "salero" a la vida.
Sin embargo, millones de españoles consumen sal sin yodo. La sal yodada es la única forma usual de suplementar nuestra carencia crónica de yodo. La ausencia de este oligoelemnto en la dieta es frecuente en la cuenca mediterránea y ocasionaba el bocio endémico, a veces de tamaño gigantesco, como los que impresionaron al rey Alfonso XIII y a Marañón en aquel viaje a las Hurdes (y a mi mismo 60 años después en un viaje al Bierzo).
El yodo forma parte de las hormonas tiroideas y su carencia estimula el desarrollo de la glándula tiroides, lo que da lugar al bocio.
Consumir sal yodada es barato y sanitariamente necesario. No existe intoxicaciones por el consumo de esta sal. Si ello es así, ¿por qué millones de españoles no lo hacen? Sin duda por la ignorancia consentida por las administraciones, que no favorecen y publicitan su consumo.
Su consumo moderado previene la deshidratación y es necesario para la vida humana, aunque de su exceso deriva en la vida adulta una buena proporción de los casos de hipertensión. Conserva alimentos en ausencia de refrigeración y es el principal potenciador del sabor en nuestra cultura, que hace sabroso lo anodino y contribuye a dar "salero" a la vida.
Sin embargo, millones de españoles consumen sal sin yodo. La sal yodada es la única forma usual de suplementar nuestra carencia crónica de yodo. La ausencia de este oligoelemnto en la dieta es frecuente en la cuenca mediterránea y ocasionaba el bocio endémico, a veces de tamaño gigantesco, como los que impresionaron al rey Alfonso XIII y a Marañón en aquel viaje a las Hurdes (y a mi mismo 60 años después en un viaje al Bierzo).
El yodo forma parte de las hormonas tiroideas y su carencia estimula el desarrollo de la glándula tiroides, lo que da lugar al bocio.
Consumir sal yodada es barato y sanitariamente necesario. No existe intoxicaciones por el consumo de esta sal. Si ello es así, ¿por qué millones de españoles no lo hacen? Sin duda por la ignorancia consentida por las administraciones, que no favorecen y publicitan su consumo.
martes, 6 de julio de 2010
Cosnumismo
El programa televisión de moda entre niños y preadolescentes de medio mundo es una comedia en la que unos niños idean, protagonizan y producen un programa para emitir en Internet. Su comportamiento es bastante decoroso y corresponde con el de la mayoría de los críos de clase media de países occidentales, en general, salvo en algún detalle.
Están tutelados por un adulto, el hermano de la protagonista, que también es bastante corriente, de nuevo salvo en un pequeño detalle.
Estos detalles son: los niños se comportan como adultos, en iniciativa, gustos y capacidad de consumo. El adulto en cambio, se comporta como un crío, por su impulsividad y sus hábitos de consumo: es glotón, juguetón, adicto a los dulces, bebidas enlatadas y comida para llevar a casa. Exactamente igual que los niños de la teleserie.
El mensaje subliminal patrocinado por los nuevos mercaderes del siglo XXI es: haced prematuramente de los niños adultos impulsivos, para que consuman sin parar y de los adultos, críos irreflexivos que consuman del mismo modo.
Pier Paolo Passolinni decía que la televisión había embrutecido (enfeecido) a Italia. Yo creo que bajo una apariencia inocua y una estética en ocasiones cuidada, la televisión está pastoreando eficazmente a la humanidad hacia una abolición de la infancia y una extinción de la vida adulta, por puros intereses económicos.
Están tutelados por un adulto, el hermano de la protagonista, que también es bastante corriente, de nuevo salvo en un pequeño detalle.
Estos detalles son: los niños se comportan como adultos, en iniciativa, gustos y capacidad de consumo. El adulto en cambio, se comporta como un crío, por su impulsividad y sus hábitos de consumo: es glotón, juguetón, adicto a los dulces, bebidas enlatadas y comida para llevar a casa. Exactamente igual que los niños de la teleserie.
El mensaje subliminal patrocinado por los nuevos mercaderes del siglo XXI es: haced prematuramente de los niños adultos impulsivos, para que consuman sin parar y de los adultos, críos irreflexivos que consuman del mismo modo.
Pier Paolo Passolinni decía que la televisión había embrutecido (enfeecido) a Italia. Yo creo que bajo una apariencia inocua y una estética en ocasiones cuidada, la televisión está pastoreando eficazmente a la humanidad hacia una abolición de la infancia y una extinción de la vida adulta, por puros intereses económicos.
miércoles, 30 de junio de 2010
La urraca y el pez
Al estanque de mi patio se acercaba cada tarde una urraca. Ceremoniosa, se inclinaba y bebía un trago de agua mientras era observada por el pez anaranjado que nadaba distraído. Una tarde el pico del ave rozó el dorso dorado del pez. Y la urraca notó que era bueno. Desde entonces ya no hay ningún pez en mi estanque, porque ése era el último.
Al sistema sanitario español se acercan cada día trajeadas urracas, con ademanes solemnes. Beben del sistema pues son nuestros proveedores. Se quejan, con razón, de cobrar lento, pero saben que al final acaban cobrando.
Con demasiada frecuencia degustan la carne de peces sonrosados, y en ausencia de crítica, se los comen. Pero puede que sean los últimos, rien ne va plus.
Los proveedores de tecnología diagnóstica, implantes, óptica, productos desinfectantes y consumibles en general de los hospitales trabajan frecuentemente con unos márgenes desorbitados.
No repercutieron sus ahorros cuando subió el euro (la mayoría de sus productos son importados y se pagan en dólares), jamás bajan sus precios cuando, en el transcurso de los años, toda la inversión tecnológica ha sido amortizada; masacran con costes muy altos a los pequeños centros y no abaratan lo suficiente a aquellos hospitales muy grandes que hacen pedidos de las mil y una noches. Tampoco han reducido sus márgenes al profundizarse la crisis económica, cosa que sí ha hecho la industria farmacéutica.
El verdadero problema, del que ellos también tienen que ser conscientes, es que ya no hay más peces en el estanque.
Al sistema sanitario español se acercan cada día trajeadas urracas, con ademanes solemnes. Beben del sistema pues son nuestros proveedores. Se quejan, con razón, de cobrar lento, pero saben que al final acaban cobrando.
Con demasiada frecuencia degustan la carne de peces sonrosados, y en ausencia de crítica, se los comen. Pero puede que sean los últimos, rien ne va plus.
Los proveedores de tecnología diagnóstica, implantes, óptica, productos desinfectantes y consumibles en general de los hospitales trabajan frecuentemente con unos márgenes desorbitados.
No repercutieron sus ahorros cuando subió el euro (la mayoría de sus productos son importados y se pagan en dólares), jamás bajan sus precios cuando, en el transcurso de los años, toda la inversión tecnológica ha sido amortizada; masacran con costes muy altos a los pequeños centros y no abaratan lo suficiente a aquellos hospitales muy grandes que hacen pedidos de las mil y una noches. Tampoco han reducido sus márgenes al profundizarse la crisis económica, cosa que sí ha hecho la industria farmacéutica.
El verdadero problema, del que ellos también tienen que ser conscientes, es que ya no hay más peces en el estanque.
lunes, 28 de junio de 2010
La parábola del cristalero
En algún lugar del mundo, unos concienzudos epidemiólogos discuten sobre la nueva aplicación informática, al parecer indispensable, para recoger los datos de incidentes debidos a la asistencia sanitaria. Aquellos problemas que, en general son evitables y se asocian desgraciadamente a los cuidados o intervenciones practicados a los enfermos.
Discuten sobre detalles de la recogida de datos y sobre la calidad de los datos. Discuten y discuten. De pronto, uno de ellos les cuenta la parábola del cristalero.
Un buen cristalero, gran profesional muy reconocido, se afanaba con su ventana un día de primavera. Tan absorto estaba en su trabajo exquisito, que no vio un crimen que se cometía al otro lado del transparente cristal.
Los epidemiólogos debatían detalles nimios ante un informe en el que se decía con claridad que en 2009, 3 de cada 100 mujeres sufrían infecciones tras la cesárea y otros muchos datos de ese estilo. Sin duda eran como el cristalero, incapaces de ver el verdadero problema.
Tras una pausa reflexiva los médicos volvieron a sus epidemiológicas cuitas. Al fin y al cabo, la cabra siempre tira al monte.
Discuten sobre detalles de la recogida de datos y sobre la calidad de los datos. Discuten y discuten. De pronto, uno de ellos les cuenta la parábola del cristalero.
Un buen cristalero, gran profesional muy reconocido, se afanaba con su ventana un día de primavera. Tan absorto estaba en su trabajo exquisito, que no vio un crimen que se cometía al otro lado del transparente cristal.
Los epidemiólogos debatían detalles nimios ante un informe en el que se decía con claridad que en 2009, 3 de cada 100 mujeres sufrían infecciones tras la cesárea y otros muchos datos de ese estilo. Sin duda eran como el cristalero, incapaces de ver el verdadero problema.
Tras una pausa reflexiva los médicos volvieron a sus epidemiológicas cuitas. Al fin y al cabo, la cabra siempre tira al monte.
jueves, 24 de junio de 2010
¿Por qué existe el dolor?
El dolor no es el castigo de Dios. De hecho, el dolor es el mayor enemigo de Dios puesto que ningún Dios podría permitirlo, y de existir El, no existiría aquél.
Tampoco puede ser el Camino, salvo en el asfixiante mundo del masoquismo patrocinado por alguna de las grandes religiones.
El dolor es necesario para nuestra supervivencia como individuos porque nos pone en guardia y nos aleja de los peligros. Tiene un sentido adaptativo y la evolución de los seres vivos conocidos converge hacia la aparición de detectores de sensaciones dolorosas, señales que nos aperciben del riesgo para nuestras vidas del agente que las produce. Quizá solo los seres inmóviles, apegados al terruño como las plantas, no han desarrollado, por eso mismo, capacidad para la detección del dolor.
La respuesta al dolor agudo suele ser la huida, la retirada del miembro afecto y la contractura muscular refleja. Por ejemplo, así se inmoviliza una fractura o un esguince y se permite su curación: el dolor agudo, pues, tiene un sentido.
El dolor del paciente terminal debe ser controlado con toda la batería de fármacos disponible. Nadie debe morir con dolor (ni parir con dolor). El dolor, aquí, no es necesario.
Queda por último el dolor crónico, por ejemplo el de huesos, el que afecta seguramente a más personas, especialmente mujeres y ancianos. Aquí la respuesta del médico es siempre recetar pastillas.
La respuesta comunitaria al dolor crónico no oncológico debe ser mucho más social que médica. Piscinas públicas, balnearios, ocio para mayores, apoyo sociosanitario profesional y una supervisión médica de los problemas sociales y psicológicos asociados a la vejez, la soledad y las dolencias crónicas son mucho más útiles y proporcionan mucho más bienestar que la mera dosis de analgésicos, nocivos para el estómago y para el riñón.
Algunas formas de dolor son necesarias, otras suprimibles y algunas rebeldes, pero en todas ellas hay una persona, con su universo de circunstancias, no un mero interruptor que podemos apagar con fármacos, a voluntad.
Tampoco puede ser el Camino, salvo en el asfixiante mundo del masoquismo patrocinado por alguna de las grandes religiones.
El dolor es necesario para nuestra supervivencia como individuos porque nos pone en guardia y nos aleja de los peligros. Tiene un sentido adaptativo y la evolución de los seres vivos conocidos converge hacia la aparición de detectores de sensaciones dolorosas, señales que nos aperciben del riesgo para nuestras vidas del agente que las produce. Quizá solo los seres inmóviles, apegados al terruño como las plantas, no han desarrollado, por eso mismo, capacidad para la detección del dolor.
La respuesta al dolor agudo suele ser la huida, la retirada del miembro afecto y la contractura muscular refleja. Por ejemplo, así se inmoviliza una fractura o un esguince y se permite su curación: el dolor agudo, pues, tiene un sentido.
El dolor del paciente terminal debe ser controlado con toda la batería de fármacos disponible. Nadie debe morir con dolor (ni parir con dolor). El dolor, aquí, no es necesario.
Queda por último el dolor crónico, por ejemplo el de huesos, el que afecta seguramente a más personas, especialmente mujeres y ancianos. Aquí la respuesta del médico es siempre recetar pastillas.
La respuesta comunitaria al dolor crónico no oncológico debe ser mucho más social que médica. Piscinas públicas, balnearios, ocio para mayores, apoyo sociosanitario profesional y una supervisión médica de los problemas sociales y psicológicos asociados a la vejez, la soledad y las dolencias crónicas son mucho más útiles y proporcionan mucho más bienestar que la mera dosis de analgésicos, nocivos para el estómago y para el riñón.
Algunas formas de dolor son necesarias, otras suprimibles y algunas rebeldes, pero en todas ellas hay una persona, con su universo de circunstancias, no un mero interruptor que podemos apagar con fármacos, a voluntad.
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